sábado, 26 de septiembre de 2015

Darío

Las tardes de verano se pasaban unas tras otras sin mayores novedades. El piso donde Martina vivía con Mónica, su madre y Nicolás, estaba recién terminado.
Con el ventanal frente a la calle, en diagonal a una redonda como lo llaman los españoles y a unas cuadras del Ayuntamiento. Un lugar ideal.
La brisa que entraba por la gran ventana era suave y tranquila, suficiente para el cuerpo recién bañado de Martina. El crío, no estaba en casa y eso le permitía pasearse por la misma como dios la trajo al mundo, mientras buscaba aquella blusa que había comprado en el mercadillo. La voz de su madre se sentía placida desde la cocina, al igual que los aromas que de allí provenían.
-“Martina, ¿vas a escribirle a tu hermano o lo vas a llamar por el fijo?”
-“¡Ya le he mandado un mail, mamá!” contestó ella recordando que siempre pasaba lo mismo; recibía cartas y luego le costaba demasiado sentarse a responderlas de puño y letra. Cosa que gracias al correo electrónico le fue posible hacer, muy a pesar de los rezongos de su hermano Carlos, quien sostenía que no había mejor manera de saber cómo se encontraba uno, a través de una carta manuscrita. Cosa que casi nunca recibía de Martina.
“Algún día Hermano, algún día”, pensó para sí misma, mientras se terminaba de acomodar la blusa azul. La imagen de Carlos persistió en su cabeza, robándole una sonrisa, era imposible no quererlo.
-“Tengo tanto que contarte Carlitos”, se dijo a sí misma en voz baja, incluso para que su madre no la escuchara, por las dudas.
En ese instante, sonó el móvil, generándole cierto fastidio en la interrupción de sus pensamientos. Lo tomó con la mano que aún tenía libre y vio que se trataba de un mensaje de texto.
Abrió el mensaje, pues no conocía el número y al leer el contenido simplemente atino a llevarse una mano a la boca tapándola, mientras decía: -“Dios no es posible… ¿Darío?”
Su voz resultaba casi inaudible.
Se habían conocido en una reunión de la casa de Paternal. Esas que organizaba Carlos cada tanto con sus amigos, donde Martina siempre se enganchaba porque les caía bien y además la hacían sentir “grande”. Para ella, era imposible olvidarse de él. Pues aunque sus amigas decían que no era muy pintón, para ella lo era y además, siempre la hacía ruborizar cuando la miraba. Algo que ni siquiera el tiempo ni la distancia pudo resolver, porque ahora mientras miraba el mensaje del móvil, sintió como se encendían sus mejillas.
-“¿Darío, que haces acá?”, se preguntó en voz alta, -“tan lejos de casa, es imposible”
El mensaje era claro, no había equivocación.
“Tina, quisiera tomar un café contigo. Estoy acá, parando en casa de unos amigos. ¿Todavía se te ponen los cachetes colorados?”
-“Si todavía lo hago, incluso sin verte”, se dijo a sí misma, con una emoción contenida que casi le hace perder el equilibrio, al girar hacia la puerta y pegarse flor de julepe cuando  escucho una voz que le decía.
-“Así, que vino a buscarte”, dijo su madre que estaba parada bajo el marco de la puerta de su habitación.
-“¡Mamá!, ¡casi me matas del susto!”, replicó Martina que no la había visto.
-“AHH! Martu, no es para tanto.”, respondió Mónica, mientras se secaba las manos con un repasador.
-“Seguro que vino por ti, hija”, se sonrió con una mueca de satisfacción al darse cuenta que su frase había causado efecto en su hija, dejándola sola en la habitación antes que le pudiera decir algo nuevamente.
-“¡Mamá!”, volvió a gritar Martina, pero ya era tarde sus mejillas estaban al rojo vivo de nuevo. Y eso significaba solo una cosa, esta vez no se iba a quedar con las ganas.
Después de eso tardo como veinte minutos para encontrar la ropa interior que le hiciera juego con lo que llevaba puesto. Se sentía tonta, adolescente, no podía entenderlo, o sí. Lo mismo se preguntó: “¿qué haces acá Darío?”
La mesa estaba servida, los aromas de las exquisiteces de su madre inundaban todos sus sentidos. Tanta sorpresa, le había hecho olvidar que tenía hambre. La cocina  del piso estaba fundida en un solo ambiente junto al comedor, apenas divido por una mesa alta para el desayuno y algún que otro menester culinario. De paredes blancas con muebles de madera lustrada y electros de acero, era un lugar soñado para cualquiera que quisiera darse corte en la cocina y esa era su madre, le encantaba la buena mesa.
Martina, con el móvil aun en la mano caminaba por el pasillo mirando al piso, pensativa. Pero cuando llego al marco de la puerta se quedó estupefacta. La mesa del comedor estaba servida como si fuera una fiesta, con servilletas de tela, los platos de la abuela y una botella de Sidra que por lo visto su madre tenía escondida en alguna parte.
-“Pero… mamá, ¿Qué es todo esto?”, pregunto ella.
-“Pues nada… simplemente un festejo por los primeros seis meses que hace que nos hemos mudado juntos y que tú has recuperado tu libertad”
-“Mamá, yo no recupere nada, a mí me echaron con Nico como a un perro…”, dijo ella con cierto disgusto.
-“Mejor aún”, le contestó la madre, “pues así no puede reclamarte nada y si lo hace lo tendrá que vérselas conmigo primero”. Mónica estaba seria, no le gustaba hablar de una persona que había maltratado a su hija durante tanto tiempo, incluyendo a su hijo. Pero no era momento para ponerse a sacar las broncas, muy por el contrario, era tiempo de alegría de festejar que había un futuro por venir, un futuro que parecía ponerse de acuerdo con sus expectativas para con su hija.
Mónica, miró el reloj que estaba encima de la alacena. Nico no había vuelto del parque y siempre era puntual a la hora de la comida. Volvió a mirar a su hija y vio que estaba con los ojos llenos de agua.
-“Vamos niña, no te pongas de esa manera que el crio no tiene que verte así”
-“ya lo sé, no puedo evitarlo. Gracias”, la emoción la había invadido, los detalles de su madre la ponían en una posición débil y eso era más que evidente. Mónica lo supo enseguida, y se acercó a abrazarla como cuando era chica, apoyando su cabeza sobre su vientre y acariciándole el cabello.
-“¡De verdad mamá, gracias, te amo!”
En ese instante, por la puerta de entrada al piso hizo su aparición Nico, con la pelota de futbol llena de tierra bajo el brazo.
-“¡Hola, ya volví!”, dijo con voz cantarina.
-“¡Vale!, pero te lavas las manos antes de venir a la mesa…” le dijo Martina, tratando de ocultar su ojos mojados, -” Y primero lo primero, besame y a tu abuela también, no seas grosero”
-“Vale, vale, ya voy”
Nico se acercó medio a los resonantes hasta su madre y le dio un beso. Luego a la abuela y salió corriendo al baño a lavarse las manos para sentarse a comer.
Martina miró a su madre y esta atino a levantar los hombros diciendo: -“Iglesia abandonada”
-“¡Mamá, como podes decir eso!”
-“No tiene cura hija, lo tomas o lo dejas”, agregó Mónica.
El almuerzo transcurrió tranquilo, con historias contadas por Nico sobe el partido y todos sus vericuetos jugado en el parque con sus amigos de la escuela. El café de la sobre mesa. Una tradición legada por su padre en los tiempos de Buenos Aires. Un ritual para los mayores, pues Nico ya se había ido raudo para el parque a seguir jugando.
-“¿Y?” pregunto de pronto la madre.
-“¿qué?”, le contestó Martina.
-“¿Lo vas a llamar?”
-“mamá, no empieces”,  respondió ella, mientras sentía que perdía el control de sus mejillas.
-“Te vino a buscar, eso es seguro”
-“Mamaaá”, Martina ya estaba roja.
No podía creer lo que estaba escuchando, su propia madre la estaba prácticamente entregando en bandeja de plata.
-“Nunca haría eso de entregarte”
Martina le clavo la mirada, no podía creer que ella supiera que estaba pensando, pero era su madre todo lo sabía y eso era inevitable. Mónica, en tanto le devolvió la mirada con una sonrisa cómplice.
Tras el almuerzo. Martina le envió un mensaje de texto invitándolo a Darío a tomar un café en “La Parada”, un barcito cercano a la terminal de buses. Un lugar simpático, atendido por sus dueños, dos uruguayos muy divertidos que se la pasaban tomando mate.
Ya era la hora, y Darío no llegaba. No la iba a plantar, no era propio de él, pero le gustaba hacerse desear y por lo general llegaba unos minutos después de la hora asignada.
Estaba impaciente, hacía muchos años que no se juntaban solos, tantos que ni siquiera recordaba si lo habían hecho alguna vez. Tanto que preguntar. No sabía por dónde empezar.
-“Tina”, escucho a sus espaladas y, sus mejillas subieron de tono.

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