domingo, 20 de septiembre de 2015

La llegada

En medio de un letargo abrumador, desperté a causa de un ruido molesto. EL despertador estaba amenazando con seguir jodiéndome el sueño, cuando me di cuenta que el día D había llegado. Eran las tres de la mañana, putié por lo bajo por la diferencia horaria y con dificultad me senté en el borde de la cama. Martina  y Nico, llegaban en el vuelo de las cinco.
Me apuré a levantarme para ir al baño y vestirme, pues el flaco llegaría en cualquier momento. Ni siquiera  iba tener tiempo para poder desayunar, con lo caro que esta todo en el aeropuerto. Me puse mi mejor pantalón de media estación y busque las camperas de abrigo que tenía guardadas en el armario del cuarto de huéspedes, quizás las necesitarían al salir de Ezeiza. No sabía cómo estaba Nico de grande, pues lo había visto tan solo una vez en una foto que vino en la única carta, obviamente no escrita por mi hermana, sino por una amiga de ella. Gloria.
Las tres y media, sonó el timbre de la puerta. El flaco, por supuesto un relojito a la hora de llegar a todos lados.
-“Ya voy”, grite al pasar por la puerta de entrada, -“no encuentro las llaves”
-“Siempre igual. Dale, que vamos a llegar tarde”, el flaco me conocía bien, jamás había logrado entender porque siempre me olvidaba donde dejaba las llaves.
-“Ya, ya… acá están”, tome la llave de la puerta de entrada y abrí. Ahí estaba el grandote, casi tapando la puerta. El flaco, tenía uno de esos gamulanes que había heredado de no sé quién y que le quedaban pintados. La gorra calzada en la cabeza y los guantes que siempre tenía para conducir en esta época del año. Yo, en cambio, parecía un desgarbado personaje de historieta desprolijo y a medio terminar de vestir, con el sobretodo en el antebrazo y la boina agarrada con los dientes.
-“Che, miércoles que hace frío”, le dije al flaco apenas cruce la puerta, sin soltar la boina.
-“Y, si salís así, qué queres... vos también…”, era lógico, demasiado temprano para ser tan estúpidamente ingenuo. Me apuré a arreglarme la camisa y ponerme el abrigo mientras, intentaba cerrar la puerta de la casa, mientras sostenía las camperas. El flaco se dio cuenta que no podía con todo, era demasiado. Me saco las camperas y con un gesto risueño me miro como diciendo “no podes”.
Me encogí de hombros, no podía hacer más… gire la llave y me dirigí al auto del flaco. Tenía el coche en marcha así que estaba calentito. Una vez ubicados, nos pusimos el cinturón de seguridad y emprendimos la marcha.
-“traje café, porque me imaginé que te ibas a levantar justo”, me dijo sonriendo.
-“Como se nota que te gusta hacerme esto…”, me conocía muy bien, sabía que nunca podía levantarme tan temprano, con tiempo de sobra… todo era siempre a los rajes. Tome el termo que cuidadosamente estaba puesto en un canasto que llevamos siempre a los picnics y los jarros térmicos que habíamos comprado en un viaje por el sur.
Un viaje de esos que se disfrutan, que se lucen porque la amistad hace que todo sea más fácil. Había sido un verano de unos cuantos años antes, cuando recién estábamos salidos del secundario. Nos propusimos recorrer el sur en el auto del flaco. Juntamos los petates y unos cuantos mangos para poder  pagar todos lo que fuera necesario. Y así casi sin planificar nada salimos a la ruta, para darnos cuenta cuando habíamos llegado a Bahía Blanca, que nos habíamos olvidado todos los cacharros de cocina en el piso del garaje de la casa del flaco. Obviamente, nos largamos a reír, porque sabíamos que íbamos a tener conseguir algo para poder hacer las sopas instantáneas y el café de la mañana, que cuidadosamente habíamos empacado en el baúl del auto.  Así eran nuestros viajes, pura aventura.
La autopista Ricchieri como siempre estaba cargada, pero sin demoras. El flaco tomo uno de los carriles ligeros y cuando estableció la velocidad crucero, le pase la taza cargada por la mitad, como a él le gustaba tomar cuando maneja.
Llegamos al peaje, todo estaba tranquilo, menos yo, que me sentía un manojo de nervios. Martina había vuelto por una causa, pero nada de lo que me había dicho sonaba coherente.
La hora del arribo se acercaba, otra vez iba a poder abrazar a mi hermana, esta vez quizás para siempre.
La verdad había pasado tanto tiempo que no me acordaba lo interminables que resultaban las terminales del aeropuerto internacional.  Por suerte, parecía un pueblo casi desierto, con algún que otro pasajero perdido con la valija a la rastra y los empleados de los cafés con caras de cansancio esperando el cambio de turno. Tomé un carrito de una de las largas filas que habían en un costado y puse las camperas encima. Hacía frío esa madrugada y en Ezeiza se sentía con ganas. Nos acercamos a la pantalla donde se avisaban los vuelos que llegaban y con placer encontramos que estaban en buen horario.
El flaco con el termo bajo el brazo como si fuera un uruguayo que va a tomar mate se había mandado a la terminal con dos jarritos chicos uno en cada bolsillo, disimuladamente me sirvió un poco de café y me lo dio diciendo por lo bajo… “agarra que todavía es gratis”. Me sonreí al escucharlo, porque sabía que era capaz de ponerse un puesto si se le daba la gana, era así emprendedor sin problemas. Donde y cuando fuera, como no importaba.
Faltaban como cuarenta minutos, los más largos de nuestras vidas, parados como dos chorlitos bajo la pantalla con un carro con camperas y un jarro de café clandestino entre las manos, así esperamos a Martina y Nicolás.
Había transcurrido mucho tiempo, quizás demasiado, y el temor de no acordarme de mi hermana a pesar de los llamados y las no cartas recibidas, me estaban comenzando a incomodar.
Ezeiza seguía helado, el flaco me seguía suministrando café, como un soldado parado al pie del cañón. Tenía los pies medio entumecidos, cuando me señalo la pantalla diciendo, -“ya llegaron”. El vuelo 4342 procedente de Madrid, había aterrizado.
El corazón le dio un salto, comenzando a latir desesperado con la necesidad de verla, abrazarla y quizás llorar como un estúpido de felicidad. Ver a Nicolás, por vez primera, pensando si el pequeño sería capaz de reconocerme. Ideas vanas, pues nunca se habían visto. Por lo menos eso pensaba.
La palma del flaco apoyada sobre mi hombro fue un aliciente más que suficiente para lograr que me pudiera calmar, era lo que necesitaba, él sabía muy bien lo que corría por mi cabeza.
“Gracias”, le dije casi sin darme vuelta.
Un largo rato después las puertas por donde los pasajeros salían, comenzaron a abrirse y, una larga procesión de distintos hombres y mujeres cansados de tantas horas y tanto equipaje…sin embargo de Martina y Nicolás , nada…
Hasta que un niño de casi unos ocho años apareció corriendo de la nada, gritando hasta abrazarlo –“Tío...tío Carlos”, y a mi se me llenaron los ojos de lágrimas, porque sabía muy bien quien era, no hacía falta pensar, era la viva imagen de mi hermana.
Mientras abrazaba al niño, con los ojos llorosos vi a lo lejos una silueta que se acercaba, empujando un carrito con una valija y un escueto bolso. Ahí estaba Martina, con su sonrisa de siempre, aunque no tan brillante. Pero era ella, no cabía dudas.
-“Martina”, musite, mientras Nico dejaba de abrazarlo, quedándose a su lado.
-“Si, Carlitos” contesto ella al abrazarme, -“al fin en casa”
Nos abrazamos, la emoción había sido muy fuerte, inesperada, lo que parecía un simple recibimiento se transformó en una oleada de sentimientos encontrados que ninguno pudo superar, rompiendo a llorar de alegría en ese preciso momento.

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