domingo, 27 de septiembre de 2015

La Cena

La entrada del edificio era amplia y muy luminosa, tenía además un enorme banco de madera lustrada. Donde uno podía sentarse a disfrutar de una agradable vista de la acera, incluso de noche. Martina había subido el primer peldaño de la escalinata de la entrada cuando se giró sobre sí y apoyando su palma sobre el pecho de Darío le dijo: -“Mira que no hay compromiso, ya sabes cómo es mamá”.
-“Por eso mismo, porque la conozco, tengo que subir al piso. Imagina que puede llegar a decir si se entera que rechace una de sus invitaciones a comer”, contestó él.
-“Cierto… nos mataría a los dos sobre todo a mí en la primera vuelta”, la risa de Martina le ilumino la cara de una manera que Darío se sorprendió mucho, al redescubrir cuan bella era.
Se miraron mutuamente a los ojos y ambos volvieron a sonreír, para luego entrar al edificio. Hacía mucho tiempo que Martina no se sentía tan extraña. Lo conocía desde que era una señorita, siempre habían sido muy buenos amigos, pero en esta ocasión había algo más.
Cuando entraron al piso, el aroma a comida recién hecha inundaba toda la estancia.
La mesa del comedor estaba puesta. Mantel, copas, los platos que su madre había comprado una vuelta en el mercadillo en un viaje a Zaragoza y, unas elegantes servilletas que ni Martina sabía de su existencia.  Los dos atónitos ante tanto glamour solo atinaron a mirar a Mónica.
-“Morrones Rellenos”, contestó,” esos que te gustan tanto, los que comías en Paternal”
Darío no lo podía creer, aquella mujer que conocía desde hacía tanto tiempo, no se había olvidado siquiera de su plato favorito. Se acercó a ella y le dio un fuerte abrazo, con un beso en cada mejilla a la manera española.
-“Se nota que te quiere, a mí ni me los hace”, dijo Martina con cierto desdén.
-“mentirosa, vamos que te los hago entre otras cosas ricas”, agregó su madre mientras se acercaba nuevamente a la cocina para terminar de dar los últimos toques a su receta.
-“Vayan acercándose a la mesa que ya llevo la fuente.”
En eso, la puerta del piso se abrió y entro Nicolás como una tromba, preguntando qué era eso tan rico, pero se paró en seco al mirar a Darío parado junto a su madre.
-“Mi hijo Nicolás”, le dijo Martina a Darío, mientras se acercaba a saludarlo.
-“¿Y este?, pregunto Nico
-“No seas maleducado, es gran un amigo de tu tío y de tu madre.” Le contesto la abuela, que había dejado la fuente sobre la mesa  y como por arte de magia le había propinado un coscorrón en la cabeza,-“vamos, vete a la lavar las manos que ya está la mesa servida”.
Mientras esperaban al crió, se fueron sentando a la mesa donde, la fuente con su exquisito aroma, hacía suspirar a los comensales y, les inquietaba el hambre.  Darío, se dejó llevar por los recuerdos, cuando era más chico, se juntaban con Carlos y organizaban esos asaltos en la casona, con música y hamburguesas en la parrilla del fondo. Para luego quedarse a dormir y al día siguiente comer esos morrones rellenos que preparaba Mónica con tanto cariño y maestría.  Una delicada mezcla de carne, cebollas, tomate, carne picada y quien sabe cuántas cosa más que se disolvían en el paladar dejando un sabor que se disfrutaba hasta el último bocado.
-“¿Y cómo estas hijo?”, interrumpió sus pensamientos Mónica, mientras le pasaba el plato.
-“Bien madre”, las costumbres no se habían perdido, como antaño Darío llamo a Mónica como hacía tantos años que no lo hacía, -“trabajando por estas tierras, haciendo de todo un poco.”
-“Artista”, agregó Mónica
-“Siempre en el clavo”, dijo riendo Darío, -“No vas a cambiar nunca”
Ambos se sonrieron.
La fuente se fue vaciando entre risas, chistes, recuerdos y más recuerdos. Con miradas cómplices entre aquellos que alguna vez habían participado en la organización de alguna de las tantas fiestas y reuniones sorpresa de la vieja casona. En alguna ocasión, las mejillas de Martina tomaron color ante alguna de las anécdotas contadas por Darío y, las risas de Nico al escuchar tales cosas.
Durante un instante, ella se limitó a mirarlo y simplemente se dejó llevar por sus pensamientos. Parecía increíble que se hubiera tomado tanto trabajo en averiguar donde se encontraba. En buscar la manera de poder estar junto a ella. El corazón le pego un brinco.
Nico la saco de ese trance, cuando en un descuido volcó la copa sobre la mesa con la gaseosa que estaba tomando.
-“¡Hijo! Más cuidado”, dijo ella levantando la voz
-“¡Bueno! Perdón, no me di cuenta…”
-“Calma, calma, que aquí no ha pasado nada”, enseguida Darío con un rollo papel que había en la mesada de la cocina, puso varias servilletas debajo del mantel.
La cena transcurrió y la sobremesa se transformó en una tertulia de la cual Mónica renuncio al segundo intento de café. Nico estaba prácticamente dormido sobre el sillón del living, del cual a Martina se le hacía imposible levantarlo. Entre ambos, lograron llevarlo a la cama y mientras Darío la observaba desde la puerta de la habitación, ella arropaba al pequeño para que se durmiera tranquilo.
-“Creo que es hora de retirarme” dijo él en voz baja para no despertar al crío.
-“No quisiera” contesto ella.
-“Mañana nos vemos si querés”, agregó él.
-“Vale, espera que busco las llaves para abrirte” finalizo ella, sabiendo que era toda un excusa el hecho de bajar con él a la entrada del edificio.
Un rato después, bajo un cielo estrellado de inusitado brillo, ambos se encontraban en los peldaños que unas horas antes ya habían pisado. El aire estaba fresco, ligero, con un dejo a hojas verdes perfumadas.
Darío, bajo un peldaño, le tomo la mano a Martina y cuando ella le pregunto qué pasaba, el simplemente le dijo –“nada” y la beso en los labios.
Las estrellas titilaron con más fuerza que nunca durante ese instante mágico, un segundo de ingravidez para dos corazones que durante mucho tiempo se desearon pero nunca se habían sentido así de unidos.
Darío quiso dar un paso atrás para alejarse darle aire, pero ella no lo dejó, besándolo nuevamente.
-“Me tengo que ir” dijo él.
-“Lo sé” contesto ella. Pero ninguno de los dos movía un músculo.
La luz del hall del edificio se encendió y esa fue la señal de la inexorable partida. Darío la volvió a besar y le dijo que entrara. Luego, la saludó mientras se encaminaba calle abajo. Ella, desde el otro lado de la puerta, simplemente suspiro y sintió por primera vez que sus mejillas se enrojecían de felicidad.

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